Manifiesto del Renacer del Sagrado Femenino

Manifiesto del Renacer del Sagrado Femenino

Hoy comienza una nueva etapa en mi vida.
Una en la que ya no busco afuera lo que siempre vivió en mí.
Dejo atrás la creencia de que necesito ser completada por otro ser,
o que debo encontrar afuera el camino que ya está inscrito en mi esencia.
Hoy creo en mí. En mi infinita presencia. En el poder que habita en cada célula de mi ser.

Desde esta certeza, le ofrezco a mi existencia, el primer latido de un legado largamente silenciado.

Hace ya varias décadas que dedico mis momentos epifánicos a indagar en los procesos que llevaron a la humanidad a perderse entre tinieblas creadas por el miedo y la necesidad de control.
Históricamente, a medida que en nuestro desarrollo como humanidad, fuimos dejando de ser nómadas y nos volvimos sedentarios, emergió la urgencia de organizar, de estructurar, de obedecer a un orden mayor para sostener una sociedad en expansión.
Así surgieron jerarquías, líderes, castas, normas y sistemas que con el tiempo dejaron de responder al bien común, para volverse instrumentos de dominación.
El poder se consolidó en manos de pocos, y desde allí se construyó una narrativa que desvió a nuestra especie de su propósito original: la unidad, la armonía con la vida, la conexión con lo invisible.

No fue culpa de un género, ni de un solo grupo.
Fue el mismo proceso evolutivo de la especie, distorsionado por el miedo a lo incierto, la codicia y el deseo de controlar.
Y en ese proceso, el sagrado femenino fue una de las primeras víctimas.

No porque fuese débil, sino porque era poderoso.
La conexión directa con la vida, la intuición, los ciclos, la fertilidad, el misterio…
todo lo que no podía ser medido ni poseído, fue temido.
La mujer dejó de ser vista como portadora de sabiduría y fue convertida en un objeto de vigilancia, de uso, de propiedad.

Historiadores como Gerda Lerner, en “The Creation of Patriarchy”, señalan que en las primeras ciudades-estado de Mesopotamia y Sumeria, alrededor del 3.000 a.C., las mujeres vivieron un proceso en el que  pasaron de ser sacerdotisas, sanadoras y líderes espirituales, a ser confinadas a roles domésticos.
La codificación de leyes como el Código de Hammurabi fue uno de los puntos de inflexión históricos donde se institucionalizó la subordinación femenina.
No fue un acto aislado, sino un patrón que se replicó en varias culturas: donde crecía el poder centralizado, se apagaba la voz femenina.

Sin embargo, hubo civilizaciones que resistieron esta tendencia.
En el antiguo Egipto faraónico, por ejemplo, la espiritualidad, la magia, y la conexión con el cosmos eran parte central de la vida.
La figura femenina era sagrada y activa: diosas como Isis, Hathor y Maat no eran sólo adoradas, sino encarnadas en las estructuras del poder.
Las mujeres podían ser médicas, escribas, sacerdotisas y hasta faraonas.

Pero todo cambió cuando los pueblos vecinos comenzaron a crecer y a codiciar las riquezas de Egipto.
Egipto no quería expandirse. No era una civilización de conquista, sino de preservación.
Y por mucho tiempo, se defendió con sabiduría, arquitectura sagrada y armonía.
Pero cuando las invasiones se intensificaron, comenzó el desgaste.
Lo espiritual se fue relegando. El enfoque pasó de la conexión con el cosmos al sostenimiento del poder.
Y así, incluso en Egipto, comenzó el debilitamiento de lo sagrado en nombre de la supervivencia.

Desde entonces, se multiplicaron los imperios construidos a costa del alma humana.
Y con ellos, la persecución del femenino como símbolo de conexión, de amor, de unidad.
Las hogueras del miedo ardieron con la intención de borrar la memoria ancestral de nuestro poder.

Nos dijeron que debíamos elegir entre bandos.
Que el placer era pecado.
Que el conocimiento debía ser temido.
Que trabajar sin descanso era una virtud.
Y que el castigo divino aguardaba a quien se atreviera a cuestionar.

Dividieron territorios, ideas, cuerpos, géneros.
Nos enfrentaron entre hombres y mujeres, entre pueblos y culturas, sembrando confusión bajo el disfraz de la fe y el progreso.

Quemaron libros.
Alteraron símbolos.
Manipularon el lenguaje.
Desprestigiaron los rituales.

Todo lo que nos conectaba con nuestra fuente fue perseguido…
Y aún así, aquí estamos.

Encarnamos una y otra vez.
Nos prestamos al deterioro y al olvido, pero algo en lo profundo permaneció intacto:
la semilla de la unión.

Hoy esa semilla brota.
Y desde mí, como canal, alzo la voz para recordarlo:

Ya basta.
Ya basta de vivir separados.
Ya basta de temer a nuestro poder.
Ya basta de servir a sistemas que se alimentan de nuestra desconexión.

Hemos vuelto.
Volvemos para restaurar el equilibrio.
Para honrar al femenino y al masculino sagrados, no como opuestos, sino como danzantes de una misma energía.

Volvemos para recordar que somos todos, somos uno.
Y que el verdadero propósito no es pertenecer, sino ser presencia.
Amarnos.
Unirnos.
Crear.Este es el inicio de una nueva era.
Y yo soy parte de ella.
Mi legado comienza ahora.

El renacer de Mi Propósito 🌘

El renacer de Mi Propósito 🌘

Hoy comienza una nueva etapa en mi vida.
Una en la que ya no busco afuera lo que siempre vivió en mí.
Dejo atrás la creencia de que necesito ser completada por otro ser,
o que debo encontrar afuera el camino que ya está inscrito en mi esencia.
Hoy creo en mí. En mi infinita presencia. En el poder que habita en cada célula de mi ser.
Desde esta certeza, le ofrezco a mi existencia, el primer latido de un legado largamente silenciado.
Hace ya varias décadas que dedico mis momentos epifanicos a indagar en los procesos que llevaron a la humanidad a perderse entre tinieblas creadas por el miedo y la necesidad de control.
A medida que dejamos de ser nómadas y nos volvimos sedentarios, emergió la urgencia de organizar, de estructurar, de obedecer a un orden mayor para sostener una sociedad en expansión.
Así surgieron jerarquías, líderes, castas, normas y sistemas que con el tiempo dejaron de responder al bien común, para volverse instrumentos de dominación.
El poder se consolidó en manos de pocos, y desde allí se construyó una narrativa que desvió a nuestra especie de su propósito original: la unidad, la armonía con la vida, la conexión con lo invisible.
No fue culpa de un género, ni de un solo grupo.
Fue el mismo proceso evolutivo de la especie, distorsionado por el miedo a lo incierto, la codicia y el deseo de controlar.

Y en ese proceso, el sagrado femenino fue una de las primeras víctimas.
No porque fuese débil, sino porque era poderoso.
La conexión directa con la vida, la intuición, los ciclos, la fertilidad, el misterio…
todo lo que no podía ser medido ni poseído, fue temido.
La mujer dejó de ser vista como portadora de sabiduría y fue convertida en un objeto de vigilancia, de uso, de propiedad.
Historiadores como Gerda Lerner, en “The Creation of Patriarchy”, señalan que en las primeras ciudades-estado de Mesopotamia y Sumeria, alrededor del 3.000 a.C., las mujeres pasaron de ser sacerdotisas, sanadoras y líderes espirituales, a ser confinadas a roles domésticos.
La codificación de leyes como el Código de Hammurabi fue uno de los puntos de inflexión históricos donde se institucionalizó la subordinación femenina.
No fue un acto aislado, sino un patrón que se replicó en varias culturas: donde crecía el poder centralizado, se apagaba la voz femenina.
Sin embargo, hubo civilizaciones que resistieron esta tendencia.
En el antiguo Egipto faraónico, por ejemplo, la espiritualidad, la magia, y la conexión con el cosmos eran parte central de la vida.
La figura femenina era sagrada y activa: diosas como Isis, Hathor y Maat no eran sólo adoradas, sino encarnadas en las estructuras del poder.
Las mujeres podían ser médicas, escribas, sacerdotisas y hasta faraonas.
Pero todo cambió cuando los pueblos vecinos comenzaron a crecer y a codiciar las riquezas de Egipto.
Egipto no quería expandirse. No era una civilización de conquista, sino de preservación.
Y por mucho tiempo, se defendió con sabiduría, arquitectura sagrada y armonía.
Pero cuando las invasiones se intensificaron, comenzó el desgaste.
Lo espiritual se fue relegando. El enfoque pasó de la conexión con el cosmos al sostenimiento del poder.
Y así, incluso en Egipto, comenzó el debilitamiento de lo sagrado en nombre de la supervivencia.
Desde entonces, se multiplicaron los imperios construidos a costa del alma humana.
Y con ellos, la persecución del femenino como símbolo de conexión, de amor, de unidad.
Las hogueras del miedo ardieron con la intención de borrar la memoria ancestral de nuestro poder.
Nos dijeron que debíamos elegir entre bandos.
Que el placer era pecado.
Que el conocimiento debía ser temido.
Que trabajar sin descanso era virtud.
Y que el castigo divino aguardaba a quien se atreviera a cuestionar.
Dividieron territorios, ideas, cuerpos, géneros.
Nos enfrentaron entre hombres y mujeres, entre pueblos y culturas, sembrando confusión bajo el disfraz de la fe y el progreso.
Quemaron libros.
Alteraron símbolos.
Manipularon el lenguaje.
Desprestigiaron los rituales.
Todo lo que nos conectaba con nuestra fuente fue perseguido…
Y aún así, aquí estamos.
Encarnamos una y otra vez.
Nos prestamos al deterioro y al olvido, pero algo en lo profundo permaneció intacto:
la semilla de la unión.
Hoy esa semilla brota.
Y desde mí, como canal, alzo la voz para recordarlo:
Ya basta.
Ya basta de vivir separados.
Ya basta de temer a nuestro poder.
Ya basta de servir a sistemas que se alimentan de nuestra desconexión.
Hemos vuelto.
Volvemos para restaurar el equilibrio.
Para honrar al femenino y al masculino sagrados, no como opuestos, sino como danzantes de una misma energía.
Volvemos para recordar que somos todos, somos uno.
Y que el verdadero propósito no es pertenecer, sino ser presencia.
Amarnos.
Unirnos.
Crear.
Este es el inicio de una nueva era.
Y yo soy parte de ella.
Mi legado comienza ahora.